CAPÍTULO VI
Origen de los organismos primitivos
Los coacervados que surgieron por
primera vez en las aguas de los mares y océanos todavía no poseían vida. No
obstante, ya desde su aparición llevaban latente la posibilidad de dar origen,
en ciertas condiciones de desarrollo, a la formación de sistemas vivos
primarios.
Como ya vimos en los capítulos
anteriores, tal situación también se observa en todas las etapas anteriores de
la evolución de la materia. En las increíbles propiedades de los átomos de
carbono de los cuerpos cósmicos se encontraba latente ya la posibilidad de
formar hidrocarburos y sus derivados más simples. Estos, gracias a la
conformación especial de sus moléculas y a las propiedades químicas de que
estaban dotados, tuvieron que transformarse forzosamente, en las tibias aguas
del océano primitivo, en diferentes sustancias orgánicas de elevado peso
molecular, originando, en particular, los cuerpos proteinoides. De igual manera
las propiedades de las proteínas encerraban ya la posibilidad de originar
coacervados complejos. De ahí que a medida que iban desarrollándose y
haciéndose más complejas, las moléculas proteínicas tuvieron que agruparse y
separarse de las soluciones en forma de gotas coacerváticas.
En esta individualización de las
gotas en relación con el medio externo –en la formación de sistemas coloidales
de tipo individual-, encontrábase implícita la garantía de su ulterior
desarrollo. Diríase que incluso gotas que habían aparecido al mismo tiempo en
la solución acuosa se distinguían en cierta forma unas de otras por su
composición y por su estructura interna. Y estas particularidades individuales
de la organización físico-química de cada gota coacervática ponían su sello a
las transformaciones químicas que se efectuaban precisamente en ella. La
existencia de tales o cuales sustancias, la presencia o ausencia de
catalizadores inorgánicos muy simples (hierro, cobre, calcio, etc.); el grado
de concentración de las sustancias proteínicas o de otras sustancias coloidales
que integraban el coacervado y, por último, una determinada estructura, aunque
fuese muy inestable, todo ello se dejaba sentir en la velocidad y la dirección
de las diferentes reacciones químicas que se producían en esa gota
coacervática, todo ello imprimía un carácter específico a los procesos químicos
de la misma. De esta forma se iba notando cierta relación entre la estructura
individual u organización de esa gota y las alteraciones químicas que se
producían en ella mediante las condiciones concretas del medio circundante.
Dichas transformaciones eran
distintas en las diferentes gotas. Esto, en primer lugar.
En segundo lugar, debe tomarse en
consideración la circunstancia de que las diversas reacciones químicas, que en
forma más o menos desordenada se producían en la gota coacervática, no cesaron
de desempeñar su papel en la suerte ulterior del coacervado. Desde este punto
de vista, algunas de esas reacciones tuvieron una influencia positiva, fueron
útiles, coadyuvaron a hacer más estable el sistema en cuestión y a alargar su
existencia. Por el contrario, otras fueron perjudiciales, observaron un
carácter negativo y condujeron a la destrucción, a la desaparición de nuestro
coacervado individual.
Al parecer, se desprende que la
propia formación de sistemas individuales facilitó la aparición de relaciones y
de leyes totalmente nuevas. En otras palabras, en una simple solución homogénea
de sustancia orgánica, los conceptos “útil” y “perjudicial” no tienen sentido,
pero aplicados a sistemas individuales adquieren una significación muy real,
puesto que los fenómenos a que se refieren determinan la suerte ulterior de
estos sistemas.
Así, mientras la sustancia
orgánica permanecía fundida completamente en el medio circundante, mientras se
encontraba diluida en las aguas de los mares y océanos primitivos, podíamos
observar la evolución de esa sustancia en su conjunto, cual si formase un todo
único. Mas apenas la sustancia orgánica se reúne en determinados puntos del
espacio, formando coacervados, en cuando estas estructuras se separan del medio
ambiente por límites más o menos claros y logran cierta individualidad,
inmediatamente se crean nuevas relaciones, más complejas que las anteriores.
Desde ese instante, la historia de cualquiera de esos coacervados pudo variar
esencialmente en relación con la historia de otro sistema individual análogo,
adyacente a él. Lo que ahora determinará su destino serán las relaciones entre
las condiciones del medio ambiente y la propia estructura específica de la gota
que, en sus detalles, es exclusiva de ella, pudiendo ser algo diferente en las
otras gotas, pero al mismo tiempo específica para cada gota individual.
¿Cuáles fueron las causas que
permitieron la existencia individual de cada una de esas gotas en las
condiciones concretas del medio ambiente? Supongamos que en alguno de los
depósitos primitivos de agua de nuestro planeta se formaron coacervados al
mezclarse con diferentes soluciones de sustancias orgánicas de elevado peso
molecular. Pero veamos cuál pudo haber sido el destino de cualquiera de ellos.
Digamos, pues, que en el océano primitivo de la Tierra, el coacervado no se
encontraba sencillamente sumergido en agua, sino que se hallaba en una solución
de distintas sustancias orgánicas e inorgánicas. Dichas sustancias eran
absorbidas por él, después de lo cual empezaban a manifestarse reacciones
químicas entre esas sustancias y las del propio coacervado. Por consiguiente,
el coacervado iba creciendo.
Mas, junto a estos procesos de
síntesis, en la gota se producían también procesos de descomposición, de
desintegración de la sustancia. Es decir, que la rapidez de uno y otro proceso
estaba determinada por la concordancia entre las condiciones del medio externo
(temperatura, presión, acidez, etc.) y la organización físico-química interna
de la gota. Pues bien, la correlación entre la velocidad de los procesos de
síntesis y de desintegración no podía ser indiferente para el destino ulterior
de nuestra forma coloidal.
En efecto, podía ser útil o
perjudicial, podía influir en forma positiva o negativa en la existencia misma
de nuestra gota e incluso en la posibilidad de su aparición.
Sólo pudieron subsistir durante un
tiempo más o menos prolongado los coacervados que poseían cierta estabilidad
dinámica, aquellos en los que la velocidad de los procesos de síntesis
predominaba sobre la de los procesos de desintegración, o por lo menos se
equilibraba con ella. Al revés sucedía con las gotas cuyas modificaciones
químicas tendían fundamentalmente en las condiciones concretas del medio
circundante hacia la desintegración, es decir, que estaban condenadas a
desaparecer más o menos pronto o ni siquiera alcanzaban a formarse. De todas
maneras, su historia individual se detenía relativamente pronto, razón por la
cual ya no podrían desempeñar un papel importante en la evolución ulterior de
la sustancia orgánica. Esta función sólo podrían realizarla las formas
coloidales dotadas de estabilidad dinámica. Cualquier pérdida de esta
estabilidad llevaba a la muerte rápida y a la destrucción de tan
“desafortunadas” formas orgánicas.
Consecuentemente, esas gotas mal
organizadas se desintegraban, y las sustancias orgánicas que contenían volvían
a dispersarse por la solución y se integraban a ese sustento general del que se
alimentaban las gotas coacerváticas más “afortunadas”, mejor organizadas.
Además, aquellas gotas en las que
la síntesis predominó sobre la desintegración, no sólo debieron conservarse,
sino también aumentaron de volumen y de peso, es decir, crecieron. Así fue como
se produjo un aumento gradual de proporciones de aquellas gotas que tenían justamente
la organización más perfecta para las condiciones de existencia dadas. Pues
bien, cada una de esas gotas, al crecer sólo por influencia de causas puramente
mecánicas debieron dividirse en diferentes partes, en varios trozos. Las gotas
“hijas” formadas de este modo tenían casi igual organización físico-química que
el coacervado del cual procedían. Pero desde el momento de la división, cada
una de ellas tendría que continuar su camino, en cada una de ellas tendrían que
comenzar a verificarse modificaciones propias que harían mayores o menores sus
posibilidades de subsistir. Se entiende, pues, que todo esto sólo pudo suceder
en los coacervados cuya organización individual, en esas condiciones concretas
del medio externo les procuraba estabilidad dinámica. Tales coacervados eran
los únicos que podían subsistir un tiempo largo, crecer y subdividirse en
formas “hijas”. Cualquiera de las alteraciones que se producían en la
organización del coacervado bajo el influjo de las variaciones constantes del
medio externo, sólo podía resistirlas aquél en el caso de que reuniera las
condiciones arriba indicadas, es decir, solamente si elevaba la estabilidad
dinámica del coacervado en aquellas condiciones concretas de existencia.
Por esto, al mismo tiempo que
aumentaba la cantidad de sustancia organizada, a la vez que crecían las gotas
coacerváticas en la superficie de la Tierra, se alteraba también constantemente
la calidad de su propia organización, y estas modificaciones se producían en
determinado sentido, justamente en el sentido que llevaba a un orden de los
procesos químicos que debían asegurar la autoconservación y la autorrenovación
constante de todo el sistema en su conjunto.
Justamente, y a la vez que
aumentaba la estabilidad dinámica de nuestras formas coloidales, su desarrollo
ulterior debía inclinarse también hacia un incremento del propio dinamismo de
estos sistemas, hacia la aceleración de la velocidad de las reacciones que se
producían en ellos. Se comprende muy bien que estos coacervados dinámicamente
estables poseían, gracias a su capacidad recién lograda de transformar más
rápidamente las sustancias, grandes ventajas sobre los otros coacervados que
flotaban en la misma solución de cuerpos orgánicos. Esta capacidad les permitía
asimilar en forma más rápida esos cuerpos orgánicos, crecer con mayor rapidez
y, por eso, en el conjunto general de los coacervados, su significación y la de
su descendencia se hacía cada vez mayor.
Efectivamente, los coacervados
orgánicos más sencillos, con su inestable estructura elemental, tarde o
temprano debieron desaparecer de la faz de la tierra, seguramente se
desintegraron y retornaron a la solución primitiva. Así, sus descendientes más inmediatos,
que ya poseían cierta estabilidad también habrían de retrasarse pronto en su
desarrollo si no lograban al mismo tiempo la capacidad de llevar a cabo
rápidamente las reacciones químicas. Solamente podían seguir creciendo y
desarrollándose las formas en cuya organización se habían producido cambios
esenciales que aumentaban en gran forma la velocidad de las reacciones químicas
y les otorgaba cierta coordinación, cierto orden.
Como ya vimos en el capítulo
anterior, los fermentos son esos elementos químicos internos que impulsan,
aceleran y orientan el curso de los procesos que se producen en el protoplasma
vivo. Hace poco se ha podido afirmar que la fuerza extraordinaria de la acción
catalítica de los fermentos y su asombrosa especificidad obedecen a una
estructura especial de las proteínas que los componen.
Los fermentos son cuerpos
complejos en los que se mezclan sustancias que poseen actividad catalítica y
proteínas específicas, las cuales incrementan en alto grado esa actividad.
Podemos tomar como ejemplo la catalasa, fermento cuya función en el protoplasma
vivo consiste en acelerar la descomposición del peróxido de hidrógeno en
oxígeno y agua. Esta reacción es susceptible de acelerarse por la simple
presencia de hierro inorgánico, pero la acción de éste en tal caso es muy
débil. Pero combinando el hierro con una sustancia orgánica especial (el
pirrol), podemos lograr que ese efecto sea casi mil veces mayor. El fermento
natural, la catalasa, también contiene hierro combinado con pirrol, pero su
efecto es casi diez millones de veces mayor que el de esa combinación, porque
la catalasa, con el hierro y el pirrol, combina, también, una proteína
específica.
Por tanto, tenemos que un
miligramo de hierro de la catalasa puede remplazar por su efecto catalítico a
diez toneladas de hierro inorgánico. ¡Pero a pesar de todo el perfeccionamiento
de nuestra técnica industrial, aún no hemos logrado el nivel de
“racionalización” logrado por la naturaleza viva!
Naturalmente, este incremento de
la acción catalítica se debe a la estructura específica de las
proteínas-fermentos, a que en éstas se combinan con extraordinaria perfección
grupos activos y grupos activadores. De ahí que por sí solas, las diferentes
partes del fermento ejercen una acción catalítica débil.
Sin embargo, la alta potencia del
fermento sólo se obtiene cuando estas partes se combinan entre sí de una manera
muy precisa. Pues es un hecho que esa combinación de los grupos citados que nos
ofrecen los fermentos y esa relación, tan propia de ellos, que hay entre su
estructura química y la función fisiológica, sólo pudieron originarse a raíz de
un constante perfeccionamiento de esos sistemas y la adaptación de su
estructura a la función que desempeña en las condiciones de existencia dadas.
Las innumerables transformaciones
de las sustancias orgánicas, primero en la solución acuosa y después en las
formas coloidales primitivas, se daban con relativa lentitud. La rapidez de las
diferentes reacciones sólo pudo lograrse gracias a la acción de catalizadores
inorgánicos (sales de calcio, de hierro, de cobre, etc.), tan abundantes en las
aguas del océano primitivo.
En las formaciones coloidales
individuales, estos catalizadores inorgánicos comenzaron a combinarse de mil
formas con diversos cuerpos orgánicos. De todas estas combinaciones, unas
podían ser acertadas, pues lograban incrementar el efecto catalizador de sus
componentes por separado; otras podían ser desafortunadas, ya que podían
reducir ese efecto, y, por tanto, aminorar el dinamismo general de todo el
sistema. Pues bien, bajo la influencia del medio exterior, estas últimas se
destruían sistemáticamente, desaparecían de la faz de la Tierra. De ahí que
para el desarrollo ulterior sólo permanecían las que cumplían sus funciones con
la mayor rapidez y del modo más racional.
A raíz de ese proceso evolutivo,
los catalizadores inorgánicos, los más simples, que en la solución de
sustancias orgánicas primitivas aceleraban en bloque grupos enteros de
reacciones análogas, al llegar a nuestras formas coloidales fueron remplazados
poco a poco por fermentos más complejos, pero al mismo tiempo más perfectos,
dotados no sólo de gran actividad, sino, además, de un efecto muy específico,
mediante el cual sólo ejercían su acción sobre determinadas reacciones. Se
comprenden fácilmente las enormes ventajas que traía la aparición de tales
combinaciones químicas para la organización general de los procesos que tenían
lugar en esas formas coloidales.
Desde luego, la evolución de los
fermentos puede producirse solamente en el caso de que, junto a ella, se diese
cierta regulación, cierta coordinación de las distintas reacciones
fermentativas. Pues todo aumento sustancial de la velocidad de tal o cual
reacción únicamente podía afirmarse en el proceso evolutivo si significaba un
adelanto desde este punto de vista, si no alteraba el equilibrio dinámico de
todo el sistema, si, por el contrario, contribuía a aumentar el orden interno
en la organización de la forma coloidal dada.
En los primeros coacervados, esta
coordinación entre las distintas reacciones químicas era todavía muy débil. Las
sustancias orgánicas que llegaban del exterior y los productos intermediarios
de la desintegración todavía podían sufrir en ellos transformaciones químicas
en sentidos muy opuestos. Lógicamente en las primeras etapas del desarrollo de
los coacervados, estas síntesis desordenadas también podían ayudar a la
proliferación de la sustancia organizada. No obstante, en estos casos, la
organización de los sectores colida-les que se iban formando se trocaba
constantemente y se encontraba seriamente amenazada del peligro de
desintegración, de autodestrucción. Así, nuestros sistemas coloidales llegaron
a poseer una estabilidad dinámica relativamente permanente sólo cuando los
procesos de síntesis producidos en ellos se coordinaron entre sí, cuando en
esos procesos se logró cierta repetición regular, cierto ritmo.
En el proceso de desarrollo de los
sistemas coloidales individuales, lo que ofrecía más interés no eran las
diversas combinaciones que se producían en ellos en forma accidental, sino la
repetición constante de una determinada combinación, la aparición de cierta
concordancia en las reacciones, que aseguraba la síntesis regular de esa
combinación en el transcurso de la proliferación de la sustancia organizada. De
este modo surgió ese fenómeno que hoy denominamos “capacidad de regeneración de
protoplasma”.
Basándose en esto se originó
cierta estabilidad en la composición de nuestros sistemas coloidales. Sobre
todo, ese ritmo de la síntesis repetido con regularidad, del que acabamos de
hablar, se vio al mismo tiempo expresado en forma nítida en la estructura de
las sustancias proteínicas. La concordancia de las numerosas reacciones de
síntesis, que en su conjunto llevaron a la formación de la molécula proteínica,
excluida la posibilidad de que se combinasen en cualquier orden los diversos
eslabones de la cadena polipeptídica. Por lo cual, la disposición arbitraria de
los residuos de aminoácidos propia de las sustancias albuminoideas primitivas,
fue paulatinamente dando paso a una estructura más precisa de la micela
albuminoidea.
Esta estabilidad de la composición
química de las formas coloidales individuales originó cierta estabilidad
estructural de las mismas. Las proteínas poseedoras de una determinada
estructura, propia de cada sistema coloidal, ya no se mezclan entre sí al azar,
sino con precisa regularidad. Por esa razón, en el proceso evolutivo de los
coacervados primitivos, su estructura inestable, fugaz, demasiado dependientes
de las influencias accidentales del ambiente, debió remplazarse por una
organización espacial dinámicamente estable que les asegurase el predominio de
las reacciones fermentativas de síntesis sobre las de desintegración.
Así fue como se logró esa
concordancia entre los diferentes fenómenos, esa adaptación –tan propia de la
organización de todos los seres vivos- de la estructura interna al cumplimiento
de determinadas funciones vitales en las condiciones concretas de existencia.
El estudio de la organización de
las formas vivas más sencillas que existen en la actualidad, nos permite seguir
el proceso de complicación y perfeccionamiento gradual de la organización de
las estructuras descritas más arriba. Por último, ese proceso condujo a la
aparición de una forma cualitativamente nueva de existencia de la materia.
De esta manera se produjo ese
“salto” dialéctico que trajo la aparición de los seres vivos más simples en la
superficie de la Tierra.
La estructura de esos
sencillísimos organismos primitivos ya era mucho más perfecta que la de los
coacervados, pero, no obstante esto, era incomparablemente más simple que la de
los seres vivos más sencillos de nuestros días.
Aquellos organismos no poseían aún
estructura celular, la cual surgió en una etapa muy posterior del desarrollo de
la vida.
Fueron transcurriendo años,
siglos, milenios. La estructura de los seres vivos se iba perfeccionando y se
adaptaba más y más a las condiciones en que se desarrollaba la vida. La
organización de los seres vivos iba siendo cada vez mayor. Al comienzo, sólo se
alimentaban de sustancias orgánicas. Pero al pasar del tiempo, esas sustancias
fueron escaseando tanto que a los organismos primitivos no les quedó más recurso
que sucumbir o desarrollar, en el proceso evolutivo, la propiedad de formar de
alguna manera sustancias orgánicas con base en los materiales proporcionados
por la naturaleza inorgánica, con base en el anhídrido carbónico y el agua.
Algunos seres vivos lo lograron, en efecto. En el proceso gradual de la
evolución lograron desarrollar la facilidad de absorber energía de los rayos
solares, de descomponer el anhídrido carbónico con ayuda de esa energía y de
aprovechar el carbono así logrado para formar en su cuerpo sustancias
orgánicas. De este modo aparecieron las plantas más sencillas, las algas
cianofíceas, cuyos restos pueden encontrarse en sedimentos muy antiguos de la
corteza terrestre.
Otros seres vivos mantuvieron su
antiguo sistema de alimentación, pero lo que ahora les servía de alimento eran
esas mismas algas cuyas sustancias orgánicas eran aprovechadas por ellos. De
este modo surgió en su forma primitiva el mundo de los animales.
“En los albores de la vida”, a
comienzos de la era llamada eozoica, tanto las plantas como los animales
estaban representados por pequeñísimos seres vivos unicelulares, parecidos a
las bacterias, a las algas cianofíceas y a las amibas de nuestros días. La
aparición de organismos pluricelulares, constituidos por muchas células
agrupadas en un solo organismo, fue un gran suceso en la historia del paulatino
desarrollo de la naturaleza viva. Los organismos vivos iban siendo cada vez más
complejos, su diversidad era cada vez más variada. En el transcurso de la era
eozoica, que duró muchísimos millones de años, la población del océano
primitivo llegó a poseer gran variedad y sufrió enormes cambios. Las aguas de
los mares y océanos se poblaron de grandes algas, entre cuya maleza aparecieron
numerosas medusas, moluscos, equinodermos y gusanos de mar. La vida entró en
una etapa nueva, en la era paleozoica. Podemos juzgar el desarrollo de la vida
en esta era por los restos fósiles de aquellos seres vivos que poblaron
la Tierra hace muchos millones de años.
Pues hace más de quinientos
millones de años que, en ese período de la historia de la Tierra que
se ha denominado período cámbrico, la vida hallábase concentrada todavía sólo
en los mares y océanos. Todavía no aparecían los vertebrados que conocemos hoy
día (los peces, los anfibios, los reptiles, las aves y las fieras).
Tampoco existían flores, hierbas
ni árboles. Sólo las algas eran las únicas plantas. En cuanto a los animales no
había más que medusas, esponjas, gusanos, anélidos, trilobites (próximos a los
cangrejos) y diversos equinodermos.
En el período silúrico, que
sustituye al cámbrico, brotaron las primeras plantas terrestres y, en el mar,
los primeros vertebrados, semejantes a las lampreas actuales. A diferencia de
los peces, aún tenían mandíbulas. Y muchos de ellos estaban recubiertos de una
coraza ósea.
Hace trescientos cincuenta
millones de años, en el período llamado devoniano, aparecieron en los ríos y en
las lagunas marinas peces auténticos, semejantes a los tiburones de hoy día y
remotos predecesores de ellos; pero todavía no existían los actuales peces
teleósteos, como la perca, el lucio o la brema.
Después de otros cien millones de
años, llega el período carbonífero y surgen en la Tierra espesos bosques en los
que crecen enormes helechos, la cola de caballo y el licopodio. Por
las riber5as de los lagos y de los ríos se arrastran innúmeros anfibios, de
distintas clases.
Y lo mismo que los peces, estos
animales desovaban en el agua. Su piel húmeda y viscosa se secaba fácilmente al
aire, efecto que les impedía alejarse por mucho tiempo de los depósitos de
agua. Pero a fines del período carbonífero aparecen ya los primeros reptiles.
Su piel córnea los preservaba de la desecación, motivo por el cual ya no
estaban ligados a los depósitos de agua y podían diseminarse ampliamente por
tierra firme. Los reptiles ya no desovaban en el agua, sino que ponían sus
huevos en la tierra.
Hace doscientos veinticinco
millones de años, se inició un nuevo período, el período pérmico. Las
filicíneas van siendo desplazadas poco a poco por los predecesores de las
coníferas actuales, surgen las palmeras del sagú. Los anfibios primitivos ceden
lugar a los reptiles, más adaptados al clima seco. Aparecen los primeros
antepasados de los “terribles lagartos” o dinosaurios, gigantescos reptiles que
en períodos posteriores dominaron sobre la Tierra. Pero aún no habían aparecido
aves ni fieras.
El reino de los reptiles se
expande por la Tierra, sobre todo en los períodos jurásico y cretáceo. En ese
tiempo hacen su aparición árboles, flores y hierbas muy parecidos a los
actuales. Los reptiles pueblan la Tierra, las aguas y el aire. Por
la superficie de la tierra caminan los terribles y gigantescos dinosaurios;
surcan el espacio los “dragones volantes” o pteranodontes; en las aguas de los
mares nadan animales carniceros, como las serpientes de mar, los ictiosaurios y
los plesiosaurios.
Hace treinta y cinco millones de
años comenzó el reino de las aves y de las fieras. A mediados del período
terciario ya habían desaparecido la mayoría de los grandes reptiles,
apareciendo innumerables especies de aves y de mamíferos, que ocupan una
posición superior entre todos los animales. Sin embargo, los mamíferos de
entonces eran muy diferentes a los actuales. Todavía no existían monos, ni
caballos, ni toros, ni los renos ni elefantes que viven en la actualidad.
En el transcurso de la segunda
mitad del período terciario, los mamíferos se van pareciendo cada vez más a los
actuales. A fines de este período existen ya verdaderos renos, toros, caballos,
rinocerontes, elefantes y diversas fieras. Y a principios de la segunda mitad
del período terciario aparecen los monos: primero los cinocéfalos o monos
inferiores, posteriormente los antropoides o monos superiores.
Hace un millón de años, en el
límite de los períodos terciario y cuaternario (último período, que dura hasta
hoy día) aparecieron en la Tierra los pitecántropos, monos hombres que forman
el eslabón intermedio entre el mono y el hombre. Los pitecántropos ya sabían
hacer uso de los instrumentos de trabajo más sencillos. Estos monos hombres
desaparecieron. Sus sucesores fueron nuestros antepasados. Durante el cuaternario,
en los duros tiempos del último período glacial, en el siglo del mamut y del
reno boreal, ya vivía en la Tierra hombres auténticos, que por la
constitución de su cuerpo eran iguales a los actuales.